el sentido mexicano de la muerte

Por César Adrián - noviembre 05, 2020


La llegada del Cristianismo
La “fiesta” del Día de Muertos
Esta peculiar y ocurrente frase, tan difundida en la época de oro del cine mexicano, donde los hombres “machos” se enfrentaban temerariamente a la muerte e incluso la retaban, no hace más que reflejar la postura del mexicano frente a esta partida final, postura que casi siempre sorprende al mundo que la descubre.

En este artículo pretendemos analizar el porqué de esta singular visión que tiene el mexicano frente a la muerte, a la luz de un destacado y ameno ensayo del escritor Octavio Paz, titulado “Día de Muertos, Todos lo Santos”, publicado dentro de su obra “El Laberinto de la Soledad”.

La celebración del Día de Todos los Santos y de Muertos, los días 1 y 2 de noviembre, es sin duda una de las manifestaciones más importantes de la tradición mexicana. Durante estas dos fechas, los mexicanos aprovechan el tiempo no sólo para honrar a sus familiares difuntos, sino también para disfrutar de la “fiesta” que para ellos se vive en estos días.

El día de muertos en México no es un día de duelo, por el contrario, es un alegre festejo donde la muerte, que es la protagonista, comparte el tiempo y el espacio con los vivos; degusta de los alimentos que le han preparado, se hospeda en las casas, acompaña a las gentes y es tal su proximidad a los anfitriones que incluso se la llama con cariño “calaca” (una suerte de apócope de calavera), “huesuda”, “la flaca” o “la parca”.

¿Pero a qué se debe ese trato tan familiar, tan íntimo y cercano con la muerte? ¿Por qué el pueblo mexicano parece no tenerle miedo?
Sabemos que al igual que otras culturas, nuestros antepasados indígenas rendían un culto especial a la Muerte. Sin embargo, para nuestros ancestros, “la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como [lo es] para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino [sólo una] fase de un ciclo infinito” (Octavio Paz. Obra Citada)

En efecto, el culto a la muerte era uno de los elementos básicos en las religiones de los antiguos mexicanos. Creían que la muerte y la vida constituyen una unidad indivisible, como las dos caras de una misma moneda. Para los pueblos prehispánicos la muerte no era el fin de la existencia, sino un camino de transición hacia algo mejor.

Bien lo señala el autor: “La vida no tenía función más alta que desembocar en la muerte, su contrario y complemento; y la muerte, a su vez, no era un fin en sí; el hombre alimentaba con su muerte la voracidad de la vida, siempre insatisfecha” (Op. Cit.)

La prueba más clara de esta afirmación está en los sacrificios humanos que las culturas precolombinas solían realizar en honor de los dioses. Para ellos la vida alimentaba la muerte y la muerte a su vez contribuía a preservar la vida del universo. Consideraban que era necesario ofrecer voluntaria y colectivamente vidas humanas a los dioses para mantener el equilibrio entre el bien y el mal.

Por otro lado, cuando alguien moría, organizaban verdaderas fiestas, pues consideraban que al reunirse podían ayudar y alentar al espíritu en su camino hacia el más allá. Incluso, al igual que sucedía en la antigua cultura egipcia, los antiguos mexicanos enterraban a sus muertos envueltos en un “petate”, además les ponían comida para cuando sintieran hambre, ya que creían que en su viaje por el Chignahuapan (que en náhuatl significa: “ir sobre los nueve ríos” y que en algo podríamos considerar parecido al purgatorio católico) encontrarían lugares inhóspitos: extremadamente fríos en partes y en otras terriblemente calurosos.

Para nuestros antepasados indígenas, la muerte y la vida eran parte de un ciclo interminable, un ciclo que no podían controlar, que no les pertenecía y que por lo tanto tenían que obedecer y aceptar. Su vida no era realmente suya, sino una parte de ese ciclo natural del universo. Los únicos libres y por tanto capaces de elegir entre vida y muerte eran los dioses.

1. La llegada del Cristianismo

Con la llegada de los españoles y del catolicismo al Nuevo Mundo, esta cosmovisión cambió drásticamente: Para empezar ya no debía considerarse a “los dioses”, sino a Un Solo Dios; la libertad ahora pertenecía a los hombres y la salvación ya no era del universo, sino del alma de cada ser humano en particular. Por lo tanto, dejaron de ser necesarios los sacrificios, pues Cristo ya se había ofrecido en sacrificio voluntario por todos los hombres.

Más aún, conocieron y comprendieron que Jesucristo había venido a este mundo específicamente con dos objetivos: para enseñarnos lo que Dios tiene reservado a sus hijos más allá de esta vida y para ser sacrificado por la Salvación de todos los que vivan de acuerdo con la Voluntad Divina.

Hoy, después de haberse fundido esas dos visiones espirituales, analizando las cosas podemos darnos cuenta de que ambas culturas, la indígena y la española católica, coinciden en la idea de que la muerte no es un fin, sino sólo un momento especial y trascendente: El del tránsito hacia otra vida.

Lo indígena y lo católico se mezclan y dan como resultado una visión mestiza sobre la muerte; una percepción mexicana de este asunto que toma diversos elementos, tanto de lo español como de lo prehispánico.
Quizás por ser un hecho ineludible, frente al cual no queda más que la resignación, la muerte para el mexicano se vuelve en una ironía, en una burla. Pero a la vez, la creencia de que habrá “algo” más allá, y que probablemente será mejor de lo que nos toca vivir en este mundo, convierte a la muerte en un motivo más para celebrar, en una realidad a la que no hay que temer

2. La “fiesta” del Día de Muertos

A diferencia de lo que ocurre en la mayor parte del mundo, donde el día de Difuntos suele ser una ocasión propicia para el recogimiento, para la meditación acerca del sentido de la vida y de la muerte; para recordar, en fin, a los seres queridos y rezar por la salvación de sus almas, en México se vive una fiesta de al menos dos o tres días continuos, en la que abundan los excesos, el ruido y hasta el enajenamiento a través del alcohol.

Octavio Paz expresa que la fiesta del Día de Muertos, en toda su irreverencia, muestra claramente que “al mexicano no le importa la muerte, porque tampoco le importa la vida” Sostiene que el mexicano es tan “macho” que la muerte no lo acongoja, no lo turba, por el contrario, lo invita a la fiesta.

La muerte no le asusta porque no le lleva a ningún sitio desconocido. Sin embargo, también dice que “La muerte mexicana es estéril, [que] no engendra [es decir, no resulta “productiva” o del todo trascendente] como la de los aztecas y cristianos” (Op. Cit.)

El día de los difuntos es un motivo de fiesta en casi todos los rincones del país. De diversas maneras cada región recibe a los visitantes que vienen anualmente desde el “más allá”, y al mismo tiempo los vivos aprovechan para disfrutar de aquello que los muertos ya no pueden: la comida y la bebida en abundancia.

Son impresionantes los banquetes tan deliciosamente elaborados en honor a los fieles difuntos, así como toda la parafernalia que trae consigo el “Altar de muertos”: Los tamales, el atole, el pan, el pozole, la fruta, los dulces, el licor preferido del difunto o los difuntos, en fin, todo aquello que en vida fue disfrutado por aquel familiar que ha partido, se coloca en el altar para que comience la fiesta, esa fiesta que tanto agrada al pueblo mexicano.

Con respecto al concepto “fiesta” dentro del pueblo mexicano, la obra de Octavio Paz nos invita a una profunda reflexión de fuerte contenido social, cuando dice: “Pero un pobre pueblo mexicano, ¿cómo podría vivir sin esas dos o tres fiestas anuales que lo compensan de su estrechez y de su miseria? Las fiestas son nuestro único lujo...”

Indudablemente, nos hace muy bien analizar por qué las cosas se dan como uno las ve. A nuestro criterio, la obra de Octavio Paz explica, de un modo elocuente y en general bastante lúcido, qué es lo que hace que esta fiesta de difuntos sea vivida de ese modo tan particular y distinto en México.

Sin embargo, tal vez nos haría mejor todavía pensar (y esto correrá ya por cuenta de cada lector), si está bien o mal que se hagan así las cosas, o qué es lo que cada uno, individual o familiarmente, puede hacer para que sean mejores.

Todas las ocasiones que propicien el encuentro y la alegría entre los hombres son excelentes, pero... ¿No sería bueno tratar de recobrar el sentido profundo, místico y trascendente de estas celebraciones que, de todas maneras, antes que sociales o costumbristas son en origen y en esencia espirituales?

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